miércoles, 17 de septiembre de 2014

Desayuno en Tiffany's. Parte 1.

Siempre regreso a los lugares donde he vivido, a las casas y a los barrios. Por ejemplo, hay un brownstone en los East Seventies donde, durante los primeros años de la guerra, tuve mi primer departamento en Nueva York. Tenía solo un dormitorio, lleno de muebles de ático, un sofá y enormes sillas tapizadas de ese terciopelo rojo que pica, el de los días calurosos en el tren. Las paredes eran de estuco, del color de un escupo de tabaco. En todas partes, incluso en el baño, habían grabados de ruinas Romanas, ya manchados por el tiempo. La única ventana daba a la escalera de emergencia. Incluso así, se me elevaba el espíritu cada vez que sentía la llave de ese departamento en mi bolsillo; con toda su melancolía, era mi lugar propio, el primero, y mis libros estaban ahí, y tarros de lápices a los que sacarles punta, todo lo que necesitaba, eso sentía, para convertirme en el escritor que quería ser.

Nunca se me ocurrió en esos días escribir sobre Holly Golightly, y probablemente tampoco se me ocurriría ahora, si no fuese por una conversación que tuve con Joe Bell que puso en movimiento nuevamente todos mis recuerdos sobre ella.

Holly Golightly había sido arrendataria en el viejo brownstone; ella ocupaba el departamento justo debajo del mío. Y Joe Bell, el tenía un bar a la vuelta de la esquina de Lexington Avenue; todavía lo tiene. Holly y yo solíamos ir ahí seis, siete veces al día, no por un trago, o no siempre, sino para llamar por teléfono; durante la guerra era difícil conseguir un teléfono privado. Además, Joe Bell era bueno tomando recados, lo cual en el caso de Holly no era un favor pequeño, ya que solía tener demasiados.

Claro que esto fue hace mucho tiempo, y hasta la semana pasada no había visto a Joe Bell en varios años. Habíamos mantenido contacto intermitente, y ocasionalmente me pasaba por su bar cuando andaba por el barrio, pero la verdad es que nunca habíamos sido grandes amigos excepto en el hecho que ambos éramos amigos de Holly Golightly. Joe Bell no es una persona fácil, el mismo lo admite, dice que es porque es soltero y porque sufre de acidez. Cualquiera que lo conozca te va a decir que no es un hombre al que sea fácil hablar. Es imposible si no compartes sus fijaciones, de las cuales Holly es una. Algunas otras son: el hockey sobre hielo, los perros Weimaraner, Our Gal Sunday (una radionovela que ha escuchado por quince años) y Gilbert y Sullivan -- según el, es pariente de uno de ellos, no recuerdo de cuál.

Entonces, cuando el Martes pasado sonó tarde el teléfono y escuché "habla Joe Bell", sabía que era algo sobre Holly. No dijo que no, sólo: "¿puedes venirte para acá? Es importante", con un graznido de emoción en la voz.

Tomé un taxi en pleno aguacero de Octubre, y en el camino pensé que incluso podía estar ella ahí, que vería a Holly otra vez.

Pero en el local no estaba más que el dueño. El bar de Joe Bell es tranquilo comparado con los que están en Lexington Avenue. No tiene luces de neón ni televisor. Dos viejos espejos reflejan el clima de la calle; y detrás de la barra, en un nido rodeado de fotografías de estrellas del hockey sobre hielo, siempre hay un enorme jarro de flores frescas que el mismo Joe Bell arregla con un cuidado maternal. Eso es lo que estaba haciendo cuando entré.

"Naturalmente", dijo, poniendo un gladiolo en el jaro, "naturalmente no te habría traído para acá si no fuera porque quiero tu opinión. Es peculiar. Ha pasado una cosa muy peculiar."

"¿Supiste de Holly?"

Acarició una hoja con el dedo, como si estuviese dudando de cómo responder. Un hombre pequeño con una fina cabeza de grueso pelo blanco, con una cara larga y huesuda que le quedaría mejor a alguien mucho más alto; su tez parece permanentemente quemada por el sol: ahora estaba aún más roja. "No puedo decir que escuché de ella. O sea, no sé. Por eso quiero tu opinión. Dejame hacerte un trago. Algo nuevo. Se llama Angel Blanco," dijo, mezclando mitad vodka, mitad gin, sin vermouth. Mientras me bebía el resultado, Joe Bell se quedó chupando un antiácido y dando vueltas en su cabeza a lo que tenía que decirme. Entonces: "¿Recuerdas un cierto señor I. Y. Yunioshi? Un caballero del Japón."

"De California," dije, recordando perfectamente al señor Yunioshi. Es fotógrafo en una revista, y cuando lo conocía vivía en el estudio del último piso del brownstone.

"No me confundas. Lo único que pregunto, ¿me entiendes? Ok. Quien vino anoche es el mismísimo señor I. Y. Yunioshi. No lo había visto, creo que desde hace dos años. ¿Y dónde crees que ha estado estos dos años?"

"Africa."

Joe Bell dejó de masticar el antiácido, sus ojos se abrieron. "¿Y tú cómo sabías?"

"Lo leí en Winchell." Lo cual era, de hecho, cierto.

Joe Bell abrió la caja registradora, y sacó un sobre café. "Bueno, veamos si esto lo leíste en Winchell."

En el sobre habían tres fotografías, casi iguales, aunque tomadas desde ángulos distintos: un alto y delicado hombre negro con una falda multicolor y con una sonrisa tímida, pero vanidosa, mostrando en sus manos una extraña escultura de madera, un tallado elongado de una cabeza, de mujer, su cabello liso y corto como el de un joven, sus suaves ojos de madera muy grandes e inclinados en la estrecha cara, su boca amplia, exagerada, no muy distinta a unos labios de payaso. A primera vista parecía cualquier otra escultura primitiva; y de pronto ya no, porque era la idéntica imagen de Holly Golightly, por lo menos lo que podía llegar a parecerse a ella una cosa sólida y oscura.

"¿Qué piensas de esto?" dijo Joe Bell, satisfecho con mi confusión.

"Se parece a ella." 

"Escucha, chico," mientras golpeaba en la barra con sus manos, "es ella. Estoy tan seguro como de que llevo calzoncillos. El Japo supo que era ella en el momento en que la vió."

"¿El la vió? ¿En África?"

"Bueno, sólo la estatua esta. Pero vienen de la misma cosa. Lee los hechos tu mismo," dijo, dando vuelta una de las fotografías. En el reverso estaba escrito: Tallado en madera, Tribu S, Tococul, Anglia del Este, Navidad, 1956.

El dijo, "Esto es lo que dice el Japo," y la historia era esta: el día de Navidad, el señor Yunioshi pasó con su cámara por Tococul, una villa en el medio de la nada y sin interés alguno, meramente una congregación de chozas en el barro con monos en las entradas y buitres en los techos. Había decidido seguir su camino cuando de pronto vio a un negro agachado en una entrada tallando monos en un bastón. El señor Yunioishi se impresionó y le pidió ver más de su trabajo. Entonces le mostraron el tallado de la cabeza de una mujer: y sintió, eso le dijo a Joe Bell, como si estuviera entrando en un sueño. Pero cuando ofreció comprarla, el negro se agarró las partes privadas con una mano (aparentemente un gesto tierno, equivalente a señalarse el corazón) y le dijo que no. Una libra de sal y diez dólares, un reloj y dos libras de sal y veinte dólares, nada lo convenció. El señor Yunioshi estaba determinado a averiguar cómo llegó a realizarse aquel tallado. Le costó su sal y su reloj, y el incidente fue relatado en africano y en un inglés pobe y en señas de manos. Pero al parecer en la primavera de ese año un grupo de tres blancos habían aparecido entre las malezas montando a caballo, una mujer joven y dos hombres. Los hombres, ambos con los ojos rojos por la fiebre, fueron obligados a pasar varias semanas encerrados y temblorosos en una choza aislada, mientras que la mujer, habiéndole agradado el tallador, compartía su hamaca.

"No le doy crédito a esa parte," dijo Joe Bell. "Se que tiene sus cosas, pero no creo que sea para tanto."

"¿Y después?"

"Después nada," dijo levantando los hombros. "Tal como llegó se fue, montando a caballo."

Joe Bell pestañeó. "Con los dos hombres, supongo. Ahora el Japo, el preguntó por ella por todas partes en la villa. Pero nadie más la había visto." Entonces fue como si pudiese sentir mi propia decepción transmitiéndose hacia el, y no quería ser parte de eso. "Algo hay que admitir, es la única noticia definitiva en no se cuántos" -- empezó a contar con los dedos: no habían suficientes -- "años. Lo único que espero, lo único que espero es que sea rica. Debe ser rica. Hay que ser rico para andar paseándose por África."

martes, 16 de septiembre de 2014

Mi vida consta de una oscilación vocacional extrema. Un día estoy en la cima con lo que hago y siento que me encanta. Otros, estoy en lo más bajo y siento que necesito hacer algo completamente distinto para poder salir a flote. Hoy es uno de esos días.

Pero hoy, en vez de lloriquear, voy a actuar. Doy por iniciadas mis sesiones de traducción. Comenzaré con cuentos. Vamos a ver qué sale.
Hace un tiempo leía algo... le preguntaban a la gente cómo se veia en 10 años más, o algo así. Y alguien se mandaba una reflexión, parafraseando: "si pasas mucho de tu tiempo jugando Candy Crush, en 10 años más serás alguien muy bueno para jugar Candy Crush. Así funciona la vida". Y es aterrador, no porque yo pierda mucho tiempo de mi vida en jueguitos, sino porque actualmente mis condiciones me obligan a pasar la mayor parte de mi tiempo haciendo algo que no es lo que quiero me defina de aquí a 10, a 20 años. Quizás sea el típico llanto de quarter-life crisis, pero no sé. Miro a mi alrededor y creo que todos nos sentimos así, que todos pensamos lo mismo, pero que nadie hace nada.

Y, ¿qué se puede hacer, de todas formas? Yo ansío libertad. No libertad del tipo de ir a perderme a Alaska (o quizás si), libertad simplemente para un día poder decir "hoy no me levanto hasta que termine este libro", sin que eso me traiga mayores consecuencias. O poder decir, "hoy no me levanto hasta que le haya dado 5.000 vueltas a este queso que tengo en la mente", sin que eso me traiga mayores consecuencias. Yo, de aquí a 10 años, quiero ser alguien que ha leído muchos libros, no alguien que ha copiado muchos algoritmos. O que ya no lee bien por estar obligada a pasar horas frente a una pantalla.

Quizás solo estoy saturada porque hoy he trabajado más de lo que me resulta agradable; quizás en el fondo de mi corazón si quiero saber muchos algoritmos más en 10 años que ahora. Pero es esa caja en la que está guardada la vida de cada uno actualmente, lo que me molesta. Y ojo, que yo soy una persona cuadrada, cuadradísima, cualquier cosa un poco fuera de mi esquema me molesta. Pero no puede ser que a las 2 de la mañana me sienta culpable de ir a dormir porque "debería haber trabajado más". Por la chucha, ese sentimiento debe ser uno de los que más detesto en la vida. Y aquí estoy, tal cual. Sintiéndome culpable por estar escribiendo esto. Escribiendo estas palabras, para evadir otras.

Y, lo peor de todo, es que no quiero asumir que las cosas son así desde que el mundo es mundo, y que de aquí a 10 años más probablemente sea una persona buena para leer, tomar y bloguear, y mala en todo lo que pueda considerarse productivo.

lunes, 8 de septiembre de 2014

Cosas bonitas


Uno, dos, tres

Demasiadas menciones a blogs en mi vida el último tiempo, me han dado ganas de volver a esto de escribir semi-públicamente. Desde que dejé de escribir acá, y me dediqué a escribir en privado, criticaba bloguear sobre la vida porque para mí esas cosas deberían quedar entre dos papeles. Pero algo tiene, esto. Esperemos no sea un intento fallido, como otros tantos anteriores.

Es extraña, la dinámica del blog. Por un lado, sentarse frente a una hoja en blanco es casi terapéutico, los dedos se van solos, o quizás es un resabio de mi pasado bloguero, que me hace volver a la emoción. Es extraño porque siempre habrá una careta, un personaje; al fin y al cabo siempre existe la esperanza de que alguien más nos lea, y de que ese alguien se sienta identificado, o tocado, por lo que escribimos. ¿Cuán honesto puede ser bloguear, entonces? Yo misma miro este párrafo que llevo escrito, y lo considero irreconocible con el estilo de ese cuaderno que tengo escondido al fondo de mis cosas, donde escribo todas las noches. La idea de que alguien te leerá te da otra personalidad.

Y, escribiendo esto, me doy cuenta que esa personalidad me agrada. A pesar de mi amor por las letras (momento obligatorio para citar a una de mis películas favoritas -- "she was a junkie for the printed word"), nunca me he visto muy de escribir. Llevo años -accidentados- blogueando, si, y más años de los que puedo recordar escribiendo diarios (los primeros que guardo se remontan casi a 20 años atrás), pero, aún así, nunca me he considerado alguien que escribe. Escribir una novela me parece una proeza, del tipo que nunca seré capaz de realizar. Algún cuento, quizás si; he escrito varios, pero no me matan.

Hace un tiempo, cuando mi blog estaba en otro lado y mi vida todavía no se ponía patas pa' arriba, tenía un grupo de gente con el que, todas las semanas, nos juntábamos a leer nuestros textos. Era misión llegar cada semana con un cuentito o ensayo nuevo y destrozarlo entre nosotros. Uno pensaría que verse obligado a escribir sería peor, pero al contrario, cada semana me iba soltando más, las palabras fluían.

Escribir en un diario es diametralmente opuesto a escribir para que otros te lean. En privado, lo que escribas no tiene por qué tener sentido; es para tí, para intentar ordenar tu cabeza, o para callar cosas que no quieres decir, para frenar la impulsividad de gritarle a alguien a la cara: para eso uno escribe en privado, para uno mismo. Escribir para otros... parece ser, se puede entrenar.

Como acabo de comprobarlo escribiendo todo esto, siendo que originalmente sólo venía a dejar constancia de mi regreso.